Closs, el espejo roto de una gestión inconclusa



Maurice Closs vuelve a hablar. Vuelve a opinar, como si el tiempo no hubiese pasado, como si su palabra todavía tuviera peso entre los misioneros que alguna vez creyeron en sus promesas de modernidad y desarrollo. Pero su regreso mediático solo sirve para recordar lo que fue: el símbolo de una Renovación que se agotó en su propio relato.

Habla de libertad, de oportunidades y de competencia, como si no fuera el mismo que dejó a medio hacer proyectos faraónicos que terminaron en ruinas o abandono. ¿Dónde están las aerosillas del Salto Encantado, aquel proyecto que iba a revolucionar el turismo y terminó oxidándose entre las lianas del monte? ¿Qué fue del famoso casino flotante, aquel “orgullo misionero” que iba a navegar por el Iguazú y hoy yace como un chatarra de lujo varada y olvidada? ¿Y el aeropuerto de El Soberbio, ese sueño que tardó quince años en despegar, después de tres gobiernos, tres discursos y tres cortes de cinta?
Todos monumentos al fracaso de una gestión que supo vender humo con estética de modernidad, pero que no consolidó nada estructural para la provincia.

Closs gobernó entre 2007 y 2015, la época en que el relato valía más que los resultados. En su mandato se construyeron más titulares que obras, más pasacalles que progreso. Las aerosillas del Encantado costaron millones y jamás movieron un solo turista; el casino flotante prometió 60 millones de dólares en inversión y dejó apenas óxido; el aeropuerto de El Soberbio fue anunciado en 2011 y recién se inauguró en 2025, por otros.
Su legado: anuncios rimbombantes, fotos de prensa y obras inconclusas.

Y lo más curioso —o cínico— es que ahora, con gesto solemne, Closs se atreve a hablar de “modernizar la política”, de “darle libertad a la gente”, de “más competencia y menos control”. Palabras que suenan ridículamente huecas en boca de quien fue parte del esquema más cerrado, verticalista y prebendario de la historia reciente misionera.

Closs se presenta como analista lúcido, como si hubiera despertado de un largo sueño, pero en realidad sigue atrapado en su propio espejo: un político de otro tiempo, que confunde marketing con gestión y pasado con experiencia.
Porque si de inconcluso se trata, su gestión es el mejor ejemplo: quedó a medio camino entre la promesa y la realidad.

Y lo peor no fue haber fracasado: lo peor es seguir hablando como si nada hubiera pasado.
Como si las aerosillas no se hubieran oxidado.
Como si el barco-casino no fuera hoy un símbolo del despilfarro.
Como si el aeropuerto que anunció no hubiese tardado década y media en ver un avión.

El país cambió, la gente cambió, el lenguaje político cambió. Pero Closs no.
Sigue hablando con ese tono pausado y paternalista de quien todavía cree que Misiones es su finca personal, que el pueblo sigue hipnotizado por el marketing y las inauguraciones.
No entiende —o no quiere entender— que la paciencia se agotó, que la gente ya no compra relato, ni consiente a quienes hablan de libertad con las manos manchadas de control.

Closs fue el arquitecto de un modelo político que confundió gestión con propaganda y confundió el poder con propiedad.
Hoy pretende dar lecciones de cambio mientras su propio legado se oxida al sol, colgado en el Encantado, encallado en el Iguazú y empolvado en El Soberbio.

Quizás por eso su espejo está roto: porque cada vez que intenta mirarse, ve lo que realmente fue —y lo que ya nunca volverá a ser—: un político que tuvo todo y dejó tan poco.

Por Paola Wojtowichz